14 Jan
14Jan

EL SÍNDROME DE DUNCAN

Por J. C. M.


Tal parece que en estos tiempos prevalece el antiguo “Síndrome de Duncan” que ha desvirtuado las grandezas de los prohombres del pasado, del presente y posiblemente del futuro, si no les cae el veinte del daño moral que conlleva esta enfermedad autoimpuesta por la falta de discernimiento en la toma de decisiones que atañen al yo, en este caso, al “yo-yo”.

Cuentan las personas mayores que en los años cincuentas del siglo pasado, al darse el cambio tecnológico en la fabricación de juguetes que pasaron de la madera al plástico, un señor Duncan en los Estados Unidos fabricó un juguete que se hizo muy famoso por décadas: el yo-yo. Desde entonces a alguien se le ocurrió  bautizar al síndrome de la egolatría con el nombre del autor de este juguete.

Este síndrome surge de lo más profundo de nuestra naturaleza y se manifiesta sobre todo en aquellos hombres y mujeres que lideran a la familia, a la comunidad y a las naciones.

Todo líder tiene que lidiar con este monstruo que se desarrolla a partir de la importancia de llamarse “Narciso”.

La autocontemplación del yo produce estragos en todos aquellos que por su relevancia social, política, económica o intelectual, no toman en cuenta la opinión de los demás.

Estoy hablando del egoísta redomado que no entiende razones y sólo obedece a su muy particular visión de la realidad que lo rodea.

Es el flagelo de la importancia de la convicción profunda de ser más que los demás; el que ha convertido su juicio en dogma fundamental de su existencia. Es el autócrata que cree tener la razón por encima de la razón y ha perdido la visión del bosque por concentrarse en las hojas de un solo árbol.

Me refiero al prototipo de ególatra que dirige los destinos de nuestra nación, de “ya sabes quién”, que cada mañana nos abruma con su particular punto de vista denostando a todo aquel que no comparte su visión “transformadora” (por cierto, descendente).

No se ha dado cuenta, en su autocontemplación, que sólo es un instrumento en las manos de otros autócratas más poderosos que él y que sólo les hace el caldo gordo a visionarios (mejor dicho, destructores) globales que tratan de imponer una versión de lo que “ellos” consideran más apropiado para la masa que no piensa pero que sí trabaja.

En realidad -aunque diga lo contrario-, no escucha al pueblo, cristiano y trabajador en su mayoría, y se hace el sordo y ciego ante la verdadera y más grave problemática social, política y económica de quienes lo llevaron al poder, porque él considera que llegó por sus méritos y no por sus mentiras revestidas de esperanza.

En la historia de las naciones, siempre hay prohombres que han cambiado el destino de sus pueblos pero han cometido el error de no escuchar y mucho menos tomar el pulso de las personas para tomar las decisiones correctas para el bien común.

Escuché hace poco un discurso de Mujica -el que invitó AMLO a su primer informe y en primera fila- en el que habló sobre la riqueza a la que consideró, en tono filosófico, como un pecado social, de acuerdo a su muy particular punto de vista. Nos queda claro que ese punto de vista es el mismo de todos los que han jurado fidelidad en las logias.

Asumen estas equivocadas ideas como principios éticos que norman a las naciones. Lo más lamentable de esto es que muchos de ellos llegan a creérselas.

Por un lado, esta caterva de “iluminados” narcisistas promueven la austeridad y son los primeros en enriquecerse hasta la médula de los huesos. Un ejemplo muy claro son las fortunas acumuladas a través del mentiroso ejercicio del poder en los gobiernos de Fidel Castro, Maduro, Evo Morales y todos los “prohombres” progresistas de Latinoamérica que mantienen al pueblo en la miseria, mientras ellos se forran con el esfuerzo del trabajo del pueblo.

Todo por una equivocada apreciación de sí mismos y de estar plenamente convencidos de sus mentiras; simplemente utilizan el poder como pretexto para encubrir sus raterías.

En este punto hay que discernir si piensan como actúan o son unos mentirosos que no les tiembla la voz para emitir sus falsedades, como lo hace un auténtico demagogo. Quizá lo de ególatra sea pura faramalla para distraer y disfrazar su verdadera enfermedad: el “Síndrome de Duncan”.

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